Argentina sin cenizas. Parte VI

En una de las pasarelas que recorren el Parque Nacional de Iguazú, mi amiga Ana se paró y me dijo: «creo que padezco el Síndrome de Stendhal», síndrome que según nuestra indispensable Wikipedia consiste en una «enfermedad psicosomática que causa un elevado ritmo cardíaco, vértigo, confusión e incluso alucinaciones cuando el individuo es expuesto a obras de arte, especialmente cuando éstas son particularmente bellas o están expuestas en grandes cantidades en un mismo lugar». Y es que ante una maravillosa obra de arte de la naturaleza como son las Cataratas de Iguazú ¿quién puede evitar quedase con la boca abierta y abrir los ojos hasta lo imposible para no perder detalle?

Las Cataratas de Iguazú representan uno de esos lugares de los que todo el mundo ha oído hablar alguna vez en su vida, que despierta curiosidad y, sobre todo, grandes expectativas; y no cabe duda de que, en este caso, la realidad es capaz de superar esas expectativas y provocar en el que las contempla una mezcla de admiración y de asombro, porque parece imposible reunir en un mismo sitio tanta belleza y de tal magnitud.

A la hora de visitarlas, podemos hacerlo por el lado argentino o por el brasileño. Cada uno de ellos nos ofrece una perspectiva diferente y, teniendo en cuenta la extensión de esta Reserva, mejor acercarse a ambos lados para llevarnos el recuerdo más completo.

La entrada para visitar el lado argentino tiene un precio de 40 pesos para los nacionales y 100 para los extranjeros, así que, como jugamos fuera de casa, pagamos lo que serían aproximadamente 17 euros. Para hacer un recorrido completo, sin prisas, parándonos en aquello que más nos llama la atención y disfrutando de las atracciones complementarias que brinda el Parque, necesitaremos al menos  prolongar nuestra visita durante siete u ocho horas.

Entre otras actividades, el Parque nos propone hacer varias que se desarrollarán en el agua. Tranquilos paseos en barco por el Río Iguazú, la gran aventura de recorrer en bote la zona de los rápidos o experimentar cómo sería «tomar una ducha» en las Cataratas desde una embarcación colectiva. Y es que así es como te lo presentan a la entrada del recinto, donde debemos adquirir nuestro ticket para participar en cualquiera de estas propuestas. Nosotros nos decantamos por la última y pagamos por ella 125 pesos por persona (alrededor de 21 euros).

Una vez vivida la experiencia, podemos decir con total seguridad que merece la pena y, siempre que no se esté embarazada o se padezcan problemas del corazón, hay que intentar no perdérsela. Estar a escasos metros de la caída y escuchar el intenso ruido que provoca genera una descarga de adrenalina que recomendamos experimentar porque, al fin y al cabo, no es algo que podamos repetir con frecuencia.

En la puerta principal del Parque, al adquirir nuestras entradas, nos proporcionan un plano de la Reserva que nos deja muy claro el recorrido que podemos hacer. Cada uno elige si prefiere empezar por el circuito superior o el inferior, o si prefiere tomar en primer lugar el trenecito ecológico que nos llevará a la zona más alejada de la entrada: la Garganta del Diablo. Una de las empleadas del recinto nos recomienda comenzar por el circuito superior y dejar la Garganta para el final, por lo que muy obedientes, decidimos seguir sus instrucciones y aventurarnos en primer lugar a recorrer las cataratas desde la parte más elevada.

Toda la zona argentina está repleta de pasarelas que, como si fueran puentes, conectan los islotes que forma la corriente del Río Iguazú en su descenso. Viendo (y escuchando) la violencia con la que el tremendo caudal lleva a cabo su descenso, uno se imagina la gran dificultad que debió conllevar la construcción de toda esa infraestructura que hoy en día permite nuestra visita.

Y prácticamente desde el principio, nos acompañan nuestros inseparables impermeables que, más que nada, provocan un «efecto placebo», puesto que mojarse es inevitable. Toda la zona se convierte en un ir y venir de ponchos de mejor o peor calidad, de mil colores y, por qué no decirlo, de variados precios. Los más baratos y sencillos se pueden conseguir en Puerto Iguazú, la localidad que está junto al Parque, en el lado argentino. Eso sí, tengamos paciencia y no los compremos en la primera tienda en la que entremos, porque podemos encontrar importantes diferencias entre unas y otras.

Para desplazarnos desde Puerto Iguazú, donde nos alojamos, hasta las cataratas del lado brasileño, tomamos un taxi que nos cuesta 200 pesos ida y vuelta. Hay que decir que en esta zona los taxis tienen un precio cerrado del que nos debemos informar antes de subirnos para no tener sorpresas de última hora.

La entrada de las cataratas brasileñas tiene un precio de unos 115 pesos. Pasado el torno que nos recibe a las puertas, tomamos un autobús que nos lleva hasta la zona que podemos visitar y que nos va a permitir tener una visión más completa de este conjunto natural. Si optamos por vivir al máximo la visita y seguir el recorrido indicado, tampoco podremos evitar salir empapados del recinto. De nuevo sacamos los impermeables de la mochila y nos cubrimos con ellos, un estilismo poco recomendable para las fotos, pero sí para evitar mojarnos en exceso.

Terminar en bucle este texto es inevitable. La impresión que causó en nosotros este monumento que ha creado la naturaleza nos permitiría escribir líneas y líneas. Sirvan como aperitivo las que aquí escribimos y registren la visita en sus agendas. Una vez allí, lo leído se les quedará pequeño.