Con las pilas cargadas comenzamos un nuevo día en tierras noruegas, dispuestos a afrontar otra de las etapas que, a priori, se presenta como una de las más interesantes, o al menos, repleta de actividades novedosas para quien escribe estas líneas. Hoy nos dirigimos hacia Jostedalsbreen, el glaciar más grande de la Europa continental. Como es habitual, el camino hacia allí nos permite disfrutar de hermosas vistas, donde no faltan los tonos verdes y azulados.
Dentro de este Parque Nacional, seguimos hasta Nigardsbreen, uno de los brazos del glaciar. Nuestro autobús para junto al río, cuyas aguas verdosas hipnotizan a cualquiera que se detenga a mirarlas. Junto al aparcamiento, hay un pequeño embarcadero donde se toma el barquito que nos acercará a la zona desde la que comienza el recorrido que haremos sobre el glaciar. Una vez que bajamos del barco, andamos unos metros sobre terreno pedregoso, cruzamos un pequeño puente y, después de unos minutos (más de los que en un principio calculábamos), llegamos a nuestro destino: el punto en el que los que van a ser nuestros guías en este peculiar paseo comienzan a colocarnos todo lo necesario para hacer el recorrido con total seguridad.
En primer lugar, nos ponen los crampones. Para los que, como es mi caso, han tenido poca relación con la nieve y las superficies heladas a lo largo de su vida, les diremos que son unas estructuras metálicas que se enganchan a las zapatillas o botas, y que gracias a una especie de «pinchos» o «dientes» permiten desplazarse con facilidad por superficies en las que de otra forma resbalaríamos fácilmente.
Después, nos unen unos a otros a través de una cuerda gruesa. El primer puesto en la fila será para nuestra guía, que irá marcándonos el ritmo durante el trayecto, y controlará que todo transcurra con normallidad y no haya que lamentar daños. Además, cada cierto tiempo se detiene para explicarnos curiosidades de este entorno en el que nos movemos.
Parece mentira, pero pasito a pasito vamos tomando altura y, cuando nos queremos dar cuenta, echamos la vista atrás y las personas que empiezan su recorrido nos parecen hormiguitas. Bajo nuestros pies y a nuestro alrededor, el glaciar nos va mostrando sus mil caras: cuevas azuladas que se forman en las partes que se van derritiendo, zonas con improvisados pasillos… y algo cuánto menos curioso: cómo el blanco y el azul del hielo se tiñen en ocasiones del negro que van dejando con los años los sedimentos. Es llamativo comprobar cómo al apoyarnos sobre esta masa helada la mano se queda manchada de un negro que cuesta eliminar.
Este entorno invita a hacer mil fotos, hay que llevarse mil recuerdos porque no sabemos cuándo volveremos a disfrutar de algo semejante. Aunque no queramos, la travesía va llegando a su fin. Toca descender y lo hacemos con cuidado porque la bajada es más traicionera que la subida. Hay que retirar ahora los crampones y hacer el recorrido inverso camino del autobús. Pero antes, echamos la vista atrás y nos quedamos con esa imagen del impresionante glaciar, algo que costará olvidar.
Retomamos el programa marcado y nos dirigimos hacia Urnes para visitar su gran Iglesia de madera, declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Para llegar hasta allí, tenemos que tomar un ferry y una vez en tierra, subir durante unos minutos una pronunciada cuesta que volverá a poner a prueba una vez más a nuestras piernas y a nuestros pulmones. Pero como nos suele ocurrir a lo largo del viaje, al divisar nuestro objetivo y colocarnos frente a él, se olvidan todos los posibles dolores. El esfuerzo vuelve a merecer la pena cuando contemplamos esta obra de arte surgida de la mano del hombre.