Amanece un nuevo día en Kioto y, como no podía ser de otra forma, nuestra agenda está llena de actividades. A solo unos metros del hotel en el que nos alojamos, el ANA Crowne Plaza Kyoto, se encuentra el Castillo de Nijo.
Al ser uno de los lugares que atrae a más visitantes, recomiendan acudir inmediatamente después de su apertura o poco antes de que cierre. El recinto ocupa gran parte del noroeste de Kioto. Su majestuosidad permite comprobar el gran poderío de los grandes señores de la guerra, los sogunes Tokugawa.
Para los que aún no estén familiarizados con estos términos, conviene aclarar que un shogun (o sogún como se emplea a veces en castellano) era un título que se concedía en el Japón medieval y que hacía referencia a un rango militar que otorgaba directamente el emperador. Literalmente significaba «comandante en jefe para la destrucción de los bárbaros» y cuentan que, aunque teóricamente el emperador era el legítimo gobernante, éste depositaba la autoridad en el shogun para gobernar en su nombre.
Tras las murallas, alrededor del Palacio, podemos pasear por sus cuidados jardines, que se proyectan sobre las tranquilas aguas del lago. Son obra de Kobori Enshu que, a principios del siglo XVII, se encargó también de la planificación de otros jardines como los del Castillo de Nagoya o los de Osaka.
En el interior del Palacio no falta detalle y llaman sobre todo la atención sus suelos, llamados suelos «ruiseñor» porque era imposible pisarlos sin hacer ruido. De ese modo, los habitantes de la casa podían detectar enseguida la presencia de extraños.
Dejamos Kioto por unas horas y nos trasladamos en autobús hasta la localidad de Nara, la capital de la prefectura de Nara en la región de Kansai, en el sur de Honshū, la isla principal de Japón. Esta ciudad tiene alrededor de 368.000 habitantes y fue durante el período Nara (710-784) capital del país nipón.
Visita obligada en Nara es el gran Templo de Todai-ji. Fue construido por orden del emperador Shomu y se completó en el año 798. Cuentan que para levantarlo fue necesaria la participación de más de dos millones de obreros.
La principal atracción de este templo es el Daibutsu, el Gran Buda, una de las imágenes más imponentes de Japón y uno de los budas en bronce más grandes del mundo. Tiene casi 15 metros de alto, pesa 500 toneladas y solo los orificios nasales tienen una anchura de 50 cm.
El Pabellón que acoge la enorme figura de Buda y otras que le acompañan (Kokuzo Bosatsu, los budas menores, los guardianes…) es conocido como Daibutsu-den y es considerado uno de los edificios de madera más grandes del mundo con casi 50 metros de alto y 57 de longitud.
En el apartado de curiosidades, cómo olvidarnos del agujero que se encuentra en uno de los pilares situados tras el Gran Buda. Tiene 50 cm de ancho (la misma medida que los orificios nasales de Daibutsu) y lo atraviesa por toda la base. Pasar por él es señal de buena suerte, por eso, se forman largas colas de visitantes que quieren intentarlo. Inevitablemente, en este caso, los más delgados llevan las de ganar. La constitución física de cada uno es la que es, y mejor abstenerse si no se ve del todo claro el objetivo final.
Nada más salir del Pabellón, no podemos evitar quedarnos hipnotizados con el verde de los jardines que rodean la zona. No, no hace falta resaltar la intensidad del color en las fotografías, es exactamente la que se ve bajo estas líneas, aunque parezca mentira.
A pocos metros de allí, en el Parque Nara-koen, se encuentra el paraíso de los ciervos. Calculan que alrededor de 1.200 de estos animales campan a sus anchas por la zona y rodean a cada visitante que llega, con la intención de que les ofrezca, al menos, una galleta. Ellos, a cambio, se prestan a posar en las cientos de fotos que les toman, incluso en algún que otro selfie.
Tras el almuerzo, visitamos el Santuario Kasuga Taisha, uno de los santuarios sintoístas más antiguos del país. Se encuentra al pie de las montañas sagradas de Kasugayama y Mikasayama, y de él destacan principalmente sus innumerables lámparas de piedra en el camino de subida y, en la parte alta, sus lámparas de bronce.
La mayoría de ellas han llegado a través de ciudadanos y en muchas aparecen sus mensajes. Hay también otras que están dedicadas a la memoria de los samurais que lucharon durante el periodo Sengoku (1467-1568).
Para ver estas lámparas encendidas nuestra visita tendría que coincidir con alguno de los festivales que se celebran en el Santuario, como el Setsubun Mantoro, que tiene lugar el 3 de febrero.
Volvemos a Kioto y decidimos cambiar de estilo, y conocer la parte más moderna de la ciudad. Nos acercamos a la Estación Central, siguiendo las recomendaciones que nos hacen, y, al llegar allí, sin duda, las agradecemos. En un primer momento, parece una estación más de una gran ciudad, atestada de personas que caminan a toda velocidad para no perder su tren.
Pronto nos damos cuenta de que nos encontramos en un edificio espectacular como pocos, lleno de detalles capaces de impresionar a cualquiera. El creador de esta joya es el arquitecto japonés Hiroshi Hara. En su interior comenzamos una ruta que parece no terminar nunca, de hecho, tiene 70 metros de altura y 470 metros de largo. Nuestro tiempo es muy limitado, pero el justo para llegar hasta una de las zonas con más encanto: las escaleras que, a base de luz y distintas melodías, representan varias escenas, una tras otra.
Y también en la Estación de Kioto se encuentra el restaurante donde cenamos esa noche, uno de los típicos restaurantes giratorios. El que elegimos, también haciendo caso de nuevo a la recomendación que nos hicieron, se llama «Sushi no Musashi«. Como
comprobamos, hablan muy bien de él en Internet y eso, entre otras cosas, hace que haya una fila de personas, esperando su turno a las puertas del local.
Para los que aun no sepáis cómo funciona un restaurante giratorio, os contaremos que, una vez sentados, debemos ir escogiendo platitos entre los que van pasando ante nosotros en una cinta transportadora. Como indica un cartel que hay en el restaurante, hay tres grupos distintos (que se sirven en tres modelos de platos con cenefas diferentes), que tienen precios también distintos. Cada vez que acabamos la comida de un plato, tenemos que dejarlo a un lado, uno sobre otro, porque, una vez que terminemos de cenar, las camareras vendrán a contabilizar el número total de platitos y nos darán el ticket con el total de yenes que debemos abonar en la caja que hay junto a la puerta de salida.
Mientras, los cocineros se encuentran en la parte central, sin muro o puerta que los oculte, y, ante nosotros, preparan con gran maestría los productos que nos sirven. En cuanto a la bebida, el agua fresca aquí también nos la podemos servir nosotros mismos, sin tener que pagar por ella, y si queremos tomar té verde (más habitual en Japón), podemos servirnos tantas veces como queramos de los grifos que hay en la barra donde tomamos la cena. Como veis, no falta detalle.